domingo, 5 de febrero de 2012

Untitled-Unfinished.



Los gatos que subían por la ladera y se trepaban en los tejados de esa casita, en esa colina de esos colores, todos esos gatos adquirían nombres cuando rasguñaban las tejas de la habitación de Fernandita León, ella no dormía porque los bautizaba a todos por la noche, solo a los gatos, las palomas no le gustaban. Los León vivían a las afueras de la ciudad, justo en el lugar donde el sol, cuando salía, se ponía a jugar con las sombras de los árboles dentro de la habitación de los abuelos. Fernandita vivía con sus abuelos y un perro que estaba con ellos desde que se casaron, Candadito. Ella sabía que sus papás se habían ido cuando ella era pequeña, más pequeña, y sabía que no iban a volver, que le iba a tocar a ella, cuando estuviera un poquito más grande, ir a buscarlos, encontrarlos y aventurar con ellos, decirles lo que quiere ser cuando sea más grande y recoger caracolitos de colores en la playa para regalarles a ellos dos. Con todo y eso, a ella no le afectaba que no estuvieran, ella estaba feliz con sus abuelos, aunque no jugaran fútbol con ella o no le hayan leído cuentos. Pero –menos mal- pensaba siempre con el balón entre los pies –si ellos pudieran leerme yo no sabría ya que los sueños son las cosas venideras, pero solo los buenos-, ella estaba feliz, siempre que pudiera ver el pasto así verde y el cielo así azul.
Cuando los gatos dormían en el tejado, Fernandita no dormía, se pasaba toda la noche mirando al techo esperando a que se fueran lejos, fuera el que fuera, así fuera blanco con manchas negras o todo negro o azul, no era posible que durmiera en toda la noche.
El día en que llegó Don Anibal del viaje en el que estaba llegó con un gatito, no podía tener más de tres meses. Un gatito con las orejas color arena y el resto del cuerpo gris, con los ojos azules y parecía como si quisiera reír a veces. A Fernandita le aterraba la idea de tener un gato dentro de su casa, no sabía cómo nombrar a los gatos que entraran en ella, nunca había pasado que un gato estuviera en su casa, a demás era un gato bien particular.
Después de tres días de que Don Anibal llegara Fernandita repetía los pasos, los había dibujado sobre la alfombra marrón con tiza blanca, para no pisar otros lugares de la casa donde el gato hubiera estado, siempre que pisaba una de las huellas moradas pensaba en por qué el gato no podía dormir en el tejado, al menos una noche, así no durmiera en toda la noche, por lo menos podría bautizarlo y después no temerle tanto, al menos con un nombre se crea un lazo, por eso ella le ponía nombre a todos los gatos que pasaban por su tejado, con un nudo en la garganta y el corazón en la mano, pero lo hacía y eso la hacía sentir más segura, tal vez, si los gatos intentaban lo que ella más temía ella los podía llamar por su nombre y llegar a un acuerdo. Don Anibal plantaba fresas y frambuesas más o menos en el mismo terreno, y en la cosecha, ya cuando estaban maduras, Fernandita se rondaba los cultivos y recogía todos los frutos que le cupieran en las manos, que eran pequeñas, pero las acomodaba para llevar tantas como pudiera. Ese día, el gato decidió subir al tejado pero ella estaba recogiendo las frambuesas que plantaba Don Anibal ahí, bajando el montesito sobre el que reposaba la casa de los abuelos.
Justo antes de que el abuelo le diera ese dolor de corazón Fernandita iba entrando, pisando las huellas que había pegado sobre la alfombra, el gato estaba entrando tras ella pero no se fijó, se metió tras la puerta de la habitación de los abuelos y el abuelo soltó un alarido:
-          ¡Fernandaaaaaa! –
-          Ya voy abuelo, ya voy—
-          Saca ese gato de acá, ay, sácalo, me va a dar un ataque, sácalo—
-          Pero abuelo… -- Balbuceaba ella con timidez
-          Por favor mijita, sálveme de ese mal—
Nunca, antes de esas palabras, Fernandita se había sentido tan bien junto al abuelo y a un gato al tiempo, lo cogió de la cola gris y le dijo que se fuera – Chu, gato, chu—y el gato brincó hacía donde estaba Don Anibal y le sonreía a Fernandita desde los brazos del señor, Fernanda apenas se veía las manos, nunca había tocado un gato y menos uno tan particular. Junto a las orejas del gato Fernandita veía bichitos, mosquitos morados que no volaban más arriba de las orejas del animal, mosquitos que le decían cosas que ella quería entender pero que era difícil, empezando por el hecho de jamás haber pensado que los mosquitos, del color que fueran y de los animales que fueran, quisieran ser entendidos por ella, pero, a diferencia de los gatos, le encantaban los bichitos, todos, de todos los colores. 

1 comentario:

  1. Porque Laura, porque dejaste de escribir??? acaso ya no tienes tiempo? te parece que compartir lo que piensas no es tan importante en tu orden de prioridades nuevo? solo recuerda que cada vez que nos llamamos a nosotros mismos "maduros", en realidad queremos decir egoistas, solo hay tiempo para el culto del yo

    ResponderEliminar