Los gatos que subían por la ladera y se trepaban en los
tejados de esa casita, en esa colina de esos colores, todos esos gatos
adquirían nombres cuando rasguñaban las tejas de la habitación de Fernandita
León, ella no dormía porque los bautizaba a todos por la noche, solo a los gatos,
las palomas no le gustaban. Los León vivían a las afueras de la ciudad, justo
en el lugar donde el sol, cuando salía, se ponía a jugar con las sombras de los
árboles dentro de la habitación de los abuelos. Fernandita vivía con sus
abuelos y un perro que estaba con ellos desde que se casaron, Candadito. Ella
sabía que sus papás se habían ido cuando ella era pequeña, más pequeña, y sabía
que no iban a volver, que le iba a tocar a ella, cuando estuviera un poquito
más grande, ir a buscarlos, encontrarlos y aventurar con ellos, decirles lo que
quiere ser cuando sea más grande y recoger caracolitos de colores en la playa
para regalarles a ellos dos. Con todo y eso, a ella no le afectaba que no
estuvieran, ella estaba feliz con sus abuelos, aunque no jugaran fútbol con
ella o no le hayan leído cuentos. Pero –menos mal- pensaba siempre con el balón
entre los pies –si ellos pudieran leerme yo no sabría ya que los sueños son las
cosas venideras, pero solo los buenos-, ella estaba feliz, siempre que pudiera
ver el pasto así verde y el cielo así azul.
Cuando los gatos dormían en el tejado, Fernandita no dormía,
se pasaba toda la noche mirando al techo esperando a que se fueran lejos, fuera
el que fuera, así fuera blanco con manchas negras o todo negro o azul, no era
posible que durmiera en toda la noche.
El día en que llegó Don Anibal del viaje en el que estaba
llegó con un gatito, no podía tener más de tres meses. Un gatito con las orejas
color arena y el resto del cuerpo gris, con los ojos azules y parecía como si
quisiera reír a veces. A Fernandita le aterraba la idea de tener un gato dentro
de su casa, no sabía cómo nombrar a los gatos que entraran en ella, nunca había
pasado que un gato estuviera en su casa, a demás era un gato bien particular.
Después de tres días de que Don Anibal llegara Fernandita
repetía los pasos, los había dibujado sobre la alfombra marrón con tiza blanca,
para no pisar otros lugares de la casa donde el gato hubiera estado, siempre
que pisaba una de las huellas moradas pensaba en por qué el gato no podía
dormir en el tejado, al menos una noche, así no durmiera en toda la noche, por
lo menos podría bautizarlo y después no temerle tanto, al menos con un nombre
se crea un lazo, por eso ella le ponía nombre a todos los gatos que pasaban por
su tejado, con un nudo en la garganta y el corazón en la mano, pero lo hacía y
eso la hacía sentir más segura, tal vez, si los gatos intentaban lo que ella
más temía ella los podía llamar por su nombre y llegar a un acuerdo. Don Anibal
plantaba fresas y frambuesas más o menos en el mismo terreno, y en la cosecha,
ya cuando estaban maduras, Fernandita se rondaba los cultivos y recogía todos
los frutos que le cupieran en las manos, que eran pequeñas, pero las acomodaba
para llevar tantas como pudiera. Ese día, el gato decidió subir al tejado pero
ella estaba recogiendo las frambuesas que plantaba Don Anibal ahí, bajando el
montesito sobre el que reposaba la casa de los abuelos.
Justo antes de que el abuelo le diera ese dolor de corazón
Fernandita iba entrando, pisando las huellas que había pegado sobre la
alfombra, el gato estaba entrando tras ella pero no se fijó, se metió tras la
puerta de la habitación de los abuelos y el abuelo soltó un alarido:
-
¡Fernandaaaaaa! –
-
Ya voy abuelo, ya voy—
-
Saca ese gato de acá, ay, sácalo, me va a dar un
ataque, sácalo—
-
Pero abuelo… -- Balbuceaba ella con timidez
-
Por favor mijita, sálveme de ese mal—
Nunca, antes de esas palabras, Fernandita se había sentido
tan bien junto al abuelo y a un gato al tiempo, lo cogió de la cola gris y le
dijo que se fuera – Chu, gato, chu—y el gato brincó hacía donde estaba Don
Anibal y le sonreía a Fernandita desde los brazos del señor, Fernanda apenas se
veía las manos, nunca había tocado un gato y menos uno tan particular. Junto a
las orejas del gato Fernandita veía bichitos, mosquitos morados que no volaban
más arriba de las orejas del animal, mosquitos que le decían cosas que ella
quería entender pero que era difícil, empezando por el hecho de jamás haber
pensado que los mosquitos, del color que fueran y de los animales que fueran,
quisieran ser entendidos por ella, pero, a diferencia de los gatos, le
encantaban los bichitos, todos, de todos los colores.